Mariana estaba en casa admirando los pocillos que sua
amiga, Enriqueta, le regaló en su último cumpleaños, eran muy coloridos, rojos,
verdes, negros e con ellos le gustaría servir el café. Ella preguntó, se
dirigindo al marido pero con sus ojos fijos en su cuñado, se debería servirlo.
José Claudio, su marido, dijo que no, le pidió para esperar un ratito que a él
le gustaría fumar un cigarillo. En este momento, ella miró a él y pensó, por
milésima vez, que sus ojos no parecían de ciego.
José Claudio empezó a mover su mano en el sofá buscando
su encendedor. Mariana le ayudó a hallar y así, él intentó encender la llama,
que insistía en no aparecer. Alberto, su hermano, encendió un fósforo para
ayudarle y le preguntó por que no lo tiraba el encendedor, a qué José Claudio
contestó que no lo tiraba porque le tenía cariño, fue un regalo de Mariana.
Ella, entonces, empezó a recordar. Habían inaugurado el encendedor cuando José
Claudio cumplió 35 años y todavía veía. Ellos estaban enamorados y ella se
sentía protegida y feliz.
Alberto preguntó a José Claudio el motivo de él no ir
más al médico y él le dijo que no tenía necesidad, que siempre oía las mismas
cosas, que su salud estaba maravillosa mismo con la ceguera. Mariana apoyó
Alberto diciendo que de todos los modos José Claudio debería ir, pero él dijo
que no creía en milagros.
Mariana, entonces, recordó que su matrimonio había
tenido buenos momentos, eso no podía ocultarlo, pero después de la ceguera, el
rostro de José Claudio adquirió una tensíon, un resentimiento que no había
antes. Él se había negado a valorar el amparo de Mariana y todo su orgullo se
concentró en un silencio terrible. Él menospreciaba su protección. Y ella
hubiera querido – sinceramente, carinõsamente – protegerlo. Pero, ahora no.
El cambio ocorrió con lentitud. Primero fue un
decaimiento de la ternura. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda,
pero no con lo mismo cuidado, atención y cariño de antes. Ahora todo era
mecánico. Después se instaló un temor horrible frente a la posibilidad de una
discusión cualquiera. Él estaba agresivo, dispuesto a siempre herir, a decir lo
más duro.
Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal,
junto de Mariana. Él la miró y durante el silencio, se sonrieron. De pronto,
Mariana supo que se había puesto linda.
La primera vez que él le había dicho que estaba linda
fue la noche del 23 de abril del año pasado: una noche en que José Claudio le
había gritado cosas muy feas y ella llorava, desalentada, durante horas y allí
supo que había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y
segura como hacía mucho no se sentia. Su amor por Alberto había sido en sus
comienzos gratitud. Para ella, querer había sido siempre un poco agradecer y
otro poco provocar la gratitud. A José Claudio, en los buenos tiempos, le había
agradecido que él, tan brillante, se hubiera fijado en ella, tan
insignificante. A Alberto, en cambio, le agradecía porque había le ayudado a
ser fuerte. Él era un alma tranquila, respetaba su hermano, muy equilibrado, pero
también, un solitario. Durante años y años, Alberto y ella habían mantenido una
relación superficialmente cariñosa. Sin embargo, Alberto siempre envidió un
poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte de haber dado con una
mujer que él consideraba encantadora.
Cuando Mariana había recurrido a Alberto en busca de protección, de
cariño, había tenido de inmediato la certeza de que a su vez estaba protegiendo
a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo como ella misma.
Entonces, con eso, la gratitud pronto fue desbordada y a los pocos días lo más
importante estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon. Ella sintió de
pronto que su corazón se había ensanchado y que el mundo era nada más que eso:
Alberto y ella.
José Claudio, entonces, dijo que ella ya podría calentar el café, y
Mariana se inclinó sobre la mesita para encender el mecherito. Por un momento
se distrajo contemplando los pocillos. Sólo había traído tres, uno de cada
color. Le gustaba verlos así, formando un triángulo.
Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que
esperaba: la mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla. Como todas las
tardes, la mano acarició todo el rostro de ella. Se detuvo sobre los labios
entreabiertos y ella besó silenciosamente aquella palma y cerró por un instante
los ojos. La primera vez que Alberto
hizo esto, Mariana se había sentido terriblemente inquieta. Ahora no. Ahora
estaba tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio
era una especie de protección divina. Este, sentado frente a ellos, respiraba
normalmente. Cuando ella abrió sus ojos,
el rostro de José Claudio era el mismo. Para ella, sin embargo, ese momento
incluía siempre un poco de temor. Un temor que no tenía razón de ser, ya que
ellos habían llegado a una técnica de esa caricia tan perfecta como silenciosa.
José Claudio, entonces, alertó para ella no dejar el café hervir.
Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita, apagó la llamita y llenó los
pocillos de café.
Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el
verde para José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el
pocillo verde para alcanzárselo a su marido, pero antes de dejarlo en sus
manos, se encontró con la extraña, apretada sonrisa. Él dijo, entonces, que no.
Hoy le gustaría tomar en el pocillo rojo.
ahhhh un manjaaarshh XD
ResponderExcluirahhhh un manjaaarshh XD
ResponderExcluirAhhhhhh un manjarshhhhh CD DVD XD
ResponderExcluirVamos arriba Mario Benedetti aunque no estas se te estraña
ResponderExcluirPorque alberto seguia soltero?
ResponderExcluirQuien juega fornite?
ResponderExcluiryo gpi
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